Una forma de la compañía y del desplazamiento, la fotografía fue de las aficiones más intensas, sutiles y desconocidas de José Pedro Díaz. En 1950 anotó en su diario “el deseo de vivir para los ojos” y se propuso, camino de París, como si fuese el principio de un mapa, “ver, curiosear, fotografiar”. A ese entusiasmo por ordenar los instantes y los viajes agregó, experiencia aún no revelada, su imagen de “cineasta amateur teórico”.
Atenta a los prodigios cotidianos, al espacio y la visión, a las capturas mágicas, Amanda Berenguer siempre estuvo allí y permanece, ahora, en este recorrido por las “superficies profundas” de la imagen. ¿Habrá instrumento que pueda medir la velocidad de una metáfora? ¿Habrá manera de medir el “tiempo vertical” o el instante poético?
Seleccionadas de los archivos de José Pedro Díaz y de Amanda Berenguer, pertenecientes a la Biblioteca Nacional, estas fotografías del período 1944-1951 muestran los primeros años del matrimonio y el primer viaje a Europa (1950-52), la memoria íntima de una vida literaria y los encuentros de la amistad (Ida Vitale, Ángel Rama, José Bergamín, Fernando Pereda, Amalia Nieto), las galerías de una cultura.
En este paisaje y en este tiempo algo es fugaz y persistente. En “Ejercicios antropológicos”, Díaz escribió sobre un espacio incierto: “Más que la luz, lo que se percibe, cuando se está allí, es una vibración”. Tal vez hablaba de la fotografía.